Por Rodrigo Gómez M.
(Modifiqué sustancialmente el contenido de este texto entre el 7 y 8 de abril (2015)).
Los médicos imponen demandas de
mercado como cómplices de los laboratorios que producen lo que recetan. Lo cual
no sólo es en algunos casos colusión con perpetradores de fraudes, sino también
una acto violento sobre las decisiones individuales libres del paciente. Como
dice Szasz: “Los médicos recetan, para abrir un mercado de drogas” (pág. 56 en Nuestro derecho a las drogas). Si
a esto agregamos que ciertos países deciden sobre otros lo que se puede o no
consumir legalmente (a través de la
FDA), tenemos toda una serie de coerciones entrelazadas
frente a nuestros ojos, que reducen enormemente nuestra capacidad de decidir
libremente sobre nuestra propia salud, y aún más, de vivir nuestro propio
cuerpo a través de las sustancias químicas que están disponibles en el mundo.
Todo esto en el ámbito de los
psicofármacos, termina perfilando una especie de ambiente anímico colectivo, cuando las políticas públicas de salud
están bien coordinadas, y llevan un buen tiempo trabajando sobre una
determinada población, para mantenerla bien adormecida, a base de
psicofármacos.
Una elección presidencial no va a
ser igual (como resultado) teniendo a buena cantidad de electorado consumiendo
benzodiazepinas y neurolépticos o no.
Los fraudes empresariales (ya sea
en el ámbito farmacológico o en otros) son altamente exitosos cuando algunos miembros
de cada familia participan -a partir de su ignorancia resignada (el no querer
investigarlo o cuestionarlo), propagando los efectos de este fraude, hacia los
demás miembros de la familia, a través del encubrimiento o la aceptación del
perjuicio. Es decir, son cómplices del fraude frente a otras personas dependientes
socioeconómicamente, que también son víctimas de él, pero que no han decidido
al respecto.
La falta de transparencia de no
permitir al paciente ni siquiera ver un prospecto o una breve información de
algunas características mínimas del fármaco antes de recetarlo, hace que el
paciente no pueda plantear opciones al respecto, debido a ese mismo
desconocimiento. Es decir, luego de recibir la receta, no tienes más opción que
ese fármaco o volver al doctor (o ir a otro), una vez que hayas leído el
prospecto, y hayas encontrado alguna contraindicación o información, por la
cual no sería conveniente que lo consumas. Cualquier posibilidad de
inadecuación en la decisión del médico, sólo puede resolverse retroactivamente,
y luego de otra sesión (esperando prudentemente (= pasivamente)) un mes
de prueba. (Una caja por cada paciente se debe calcular a nivel del mercado
total donde ha sido fraudulentamente inoculado un fármaco modelo tipo
Brintellix, con publicidad que oculta la ignorancia casi total acerca de su
funcionamiento.).
Uno de los problemas es que el
doctor nunca puede saber, lo que el
fármaco va a producir en el paciente. Y en el caso de los psicofármacos, la
complejidad de su funcionamiento, hace más difícil aún prever los resultados,
comparado con el caso de ciertos fármacos que no afectan directamente al
sistema nervioso (seis receptores de neurotrasmisores específicos en el caso ya
mencionado).
De todos modos queda la opción de
ir a otro doctor, estamos en un libre mercado, y la consulta médica puede verse
como un servicio más, que se ofrece en este tipo de mercado. Claro que al
enfocarse directamente a la salud, que es una condición básica del ser humano
para poder seguir existiendo, puede tener más relevancia que varios otros
servicios. Después de todo un doctor se ha transformado en un innegable
mediador económico entre laboratorios y pacientes, y no en un guía hacia la
sanación integral (debido a sus mercados correlacionados descartan descaradamente
medicinas alternativas que no han sido desconsideradas nunca como posibilidades
efectivas o no de sanación – pero son negadas o no consideradas de entrada por los facultativos de la medicina institucional dominante,
pudiendo aprovechar la asimilación de saberes milenarios curativos de diversas culturas
actualmente disponibles con mayor facilidad).
“Las leyes sobre
receta otorgan al facultativo el privilegio monopolístico de proporcionar
determinadas drogas a determinadas personas, o rehusar darles tales drogas.” (Szasz, op. cit., p.57).
Por lo tanto existen a lo menos tres tipos de mercados: el mercado legal, el
mercado médico (en que se restringe la legalidad de consumo por medio de autorización (a través de
receta médica)), y el mercado negro (desde el cual toda forma de consumo sería ilegal).
“Derechos” informales relativos
al consumo como el derecho de admisión en ciertos locales nocturnos, por
ejemplo, son un control no legalizado.
La generalidad de decidir quienes
consumen o no (tal producto o servicio) a nivel de gobierno, puede equipararse
históricamente a la situación de los metecos en la antigua Grecia, o a la de
ciudadanos afroamericanos en U.S.A. hasta bien avanzado el siglo XX. En el
último caso, ciertos ciudadanos dentro de una determinada judisdicción, están informalmente
proscritos de la posibilidad para acceder a ciertos productos o servicios con
igualdad de condiciones que los demás. Cuando el mantenimiento de esta
discriminación es aceptada (no penalizada) por un estado, se produce lo que
podríamos llamar un alterestanco, una
sectorización limitante (en la participación del mercado) por el lado de la demanda
(a diferencia del estanco, que hizo
ricos o dio poder a algunos negociantes elegidos y a gente oportunista como, en el caso de Chile, a Diego Portales). Una irregularidad económica interesante, ya que pareciera que
sólo el dinero soluciona problemas de carencias específicas para la
supervivencia. Y no es así. El acceso a los bienes de consumo agrega un nuevo
requisito para el adquiriente o consumidor: confianza o astucia (influencias de
carácter informal).
La economía como control
legalizado del consumo no puede evitar, en general, estos paréntesis de poder (como
influencias informales), en la totalidad de las adquisiciones de un mercado nacional
(ni menos a nivel transnacional). Por ejemplo, el favor (como preferencia emocional)
controla no sólo compras personales, sino también aportaciones a apoyos
políticos (entra a controlar – tarde o temprano, directa o indirectamente- la
vida de otros que no deciden al respecto). Todas estas cadenas de acción pueden
ser intervenidas (o lo son inevitablemente) por lo que “asépticamente” se
denomina sesgos cognitivos, cuando hablamos de preferencias personales, e
incluso de caprichos ridículos. Los niveles de influencia permiten que esos
caprichos (preferencias demasiado egocéntricas y cortoplacistas), afecten a más
o menos personas, según el grado de influencia (cantidad de capital inicial) de
quien toma esas decisiones. Podría parecer que proviniendo de un poder superior,
todo capricho se puede transformar en una secuencia (una especie de cascada) de
obediencias.
Lamentablemente a veces ocurre así.
(Continuará...)
Nota: Puede ser que se haya exagerado un poco en el mensaje del título.