miércoles, 8 de julio de 2015

La felicidad y sus capturas políticas.

Por Rodrigo Gómez M.

Es un problema de ceguera, facilismo y flojera intelectual quedarse con estas evaluaciones hipergeneralizadoras de las estadísticas de la OCDE sobre “niveles de felicidad” en grandes conglomerados o regiones del globo. Un caso vergonzoso de este tipo, como el de Eugenio Tironi, aparece publicado el domingo 05 de julio del 2015 en El Mercurio, basado sobre los resultados de estas estadísticas en América Latina con relación a los de otras regiones o países del mundo. Esa autocomplacencia vulgar es una parte característica de la cultura ex-concertacionista. Y pensar que son casi sus mismos integrantes los que están en el poder actualmente, debería hacer caer precisamente esos niveles de felicidad de manera estrepitosa en la gente de verdad. O lo está haciendo.
La experiencia de gran cantidad de su población en Chile, va en contra de casi todo lo fundamental que se menciona en el texto reproducido por El Mercurio, salvo en el punto de la desigualdad socioeconómica, que señala al pasar, como punto de contraste para alabar el mérito de nuestra supuesta felicidad. La ineptitud intelectual del susodicho se refleja bastante bien en estas palabras: “Desde hace mucho tiempo se ha planteado que aquí se anida una "violencia estructural" que se interpondría ya no solo a la felicidad, sino a la paz y la democracia. Pero no ha sido así”, un extracto ejemplar de la miopía acerca de lo que estamos viviendo como sociedad desde hace años, lo cual ha llevado directamente a más y más manifestaciones masivas, que aún no llegan a expresarse en su máximo nivel de ruptura, después de tantos años de rotunda “violencia estructural” silenciadora, que se transformaría luego principalmente en “violencia estructural” económica y cultural discriminatoria, con su correlato de “violencia estructural” internalizada, en contra de empoderamientos democráticos, de la paz individual en un plano íntimo – pero inevitablemente también convivencial- y, obviamente, de la felicidad de buena parte del conjunto de habitantes del país. Eso sin contar los mecanismos de producción de carestía intelectual programática sobre la población, que son más sutiles que una “violencia estructural”, pero que la complementan y trascienden hacia el objetivo de disminuir al máximo la resistencia de la población a las decisiones de los poderes constituidos.
Otro ejemplo de ineptitud rotunda al intentar explicar una condicionalidad y vinculación elemental de hechos, y que incluso invierte el sentido de la situación, colocando el motivo de la movilidad social plenamente del lado de la responsabilidad individual: “ambas, la desigualdad y la movilidad, obedecen a factores adquisitivos (el esfuerzo, el trabajo, los hábitos individuales) antes que adscriptivos (el sistema o las instituciones)”. Sabemos que es un recurso fácil y barato del poder o de algunos gobiernos, depositar la causa de los problemas en la ciudadanía, pero lo que ocurre aquí es que se omite mencionar (quizás hasta pensar) algo demasiado obvio, esto es: que si el sistema (público y/o privado) mantiene cobros excesivos por educación (base de movilidad social), para el nivel de sueldos mínimos en un país, el problema comienza por el sistema y las instituciones que regulan e instalan un valor inadecuado de la oferta disponible y que, así extreman la brecha entre ese valor y las posibilidades de costearlo, en una familia que se sostiene con uno e incluso dos sueldos mínimos para todo. Eso se podría decir que es sentido común aplicado. Este tipo de tergiversación invierte el sentido de una relación económica marcada por el mantenimiento de los privilegios de clase, y esta vez omite flagrantemente la articulación de dos condiciones impuestas entre las cuales muchas personas están siendo aprisionadas económicamente: la brecha entre ingreso mínimo y oferta; los “factores adquisitivos” son totalmente dependientes de los que Tironi llama “adscriptivos”, y el acentuar la influencia de los primeros “antes que” la de los segundos, es manipular la percepción ciudadana para que en el reparto de las responsabilidades, el peso se incline del lado de los asalariados que, digamos, “aún no han dado lo suficiente de sí”o “no se han esforzado lo suficiente”, si no logran lo que necesitan para vivir.
En los dos fragmentos citados se evidencia el blanqueo (o cuando menos la atenuación) de las responsabilidades políticas del Estado en las desigualdades socioeconómicas y el malestar social. La táctica es un simple y burdo enmascaramiento de las injusticias estructurales que reconocemos y vivimos cotidianamente.
Un factor importante para la felicidad es la confianza, y como menciona el economista Richard Layard de la London School of Economics, se han hecho encuestas a nivel de países que muestran resultados muy dispares, como en el caso de la pregunta “¿crees que se puede confiar en la mayoría de la gente?”, y según Layard el 60% dijo que sí en Noruega, y el 6% dijo que sí en Brasil. Y esto sin mencionar una forma de confianza, que podemos considerar (al igual que Layard) como muy importante para la felicidad a nivel colectivo, que es la confianza política. Aún teniendo bastantes resultados estadísticos que contradigan la visión optimista de Tironi, el caso es que estos estudios la mayoría de las veces extraen panorámicas transversales demasiado generales para apoyar conclusiones relevantes. Los parámetros de base pueden ser muy sesgados, y el sentido mismo del objeto a investigar puede variar bastante entre las aproximaciones de investigación, especialmente si hablamos de una experiencia tan compleja y subjetiva como es la felicidad, para la cual se puede plantear una buena variedad de componentes y tipos de muestros posibles.
Yendo más allá de este tipo de diagnósticos facilistas, y de cómo funcionan aún en Chile cierto tipo de redes de opinión y de respaldos académicos a quienes caen en dichos diagnósticos, se da la situación de que, hasta hace poco tiempo y durante años no ha habido una cultura intelectual en Chile, que se enfoque en profundidad a interpretar articulaciones políticas y económicas, a través de una práctica constante de retroalimentación entre observadores diversos. Una actividad crítica que fue en sentido opuesto a esa ausencia fue, por ejemplo, la de aquellos que colaboraron en escritos junto a Nelly Richard, sin mencionar por otro lado a voces algo aisladas de distintos ámbitos de investigación.
A nivel de unos pocos comentaristas visibles de las décadas del ’80 y ’90, se propagó el estilo de los “papers” que se basaban precisamente en estadísticas económicas, y que se convertían en recopilaciones de datos con conclusiones reseñadas. El economicismo imperante ha querido incorporar a sus parámetros desde hace algunos años, este constructo o variable que llaman “felicidad”, y que es esa satisfacción individual, superficial y voluble, regulada por el sistema de producción y consumo neoliberal, sostenida a fuerza de adquisiciones reiteradas de cebos desechables, y que conlleva una continua renuncia a uno mismo. El sentido de la autoexigencia subjetiva se produce por la influencia de dos factores: 1) conseguir un aumento supuesto en la calidad de los consumos, y 2) conseguir un aumento en la calidad de la eficacia laboral o la productividad; lo que lleva a ese sentido de tope de la felicidad, al confundir esta con una suma de ciertas satisfacciones personales extendida en el tiempo.
Por sobre esta dinámica social, el nivel global de felicidad se ve afectado por la falta de control sobre la propia vida de los individuos, que es una característica consustancial al poder del imperio global actual.