Por Rodrigo Gómez M.
Es un problema
de ceguera, facilismo y flojera intelectual quedarse con estas evaluaciones
hipergeneralizadoras de las estadísticas de la OCDE sobre “niveles de felicidad” en grandes
conglomerados o regiones del globo. Un caso vergonzoso de este tipo, como el de
Eugenio Tironi, aparece publicado el domingo 05 de julio del 2015 en El
Mercurio, basado sobre los resultados de estas estadísticas en América Latina con relación a los de otras regiones o países del mundo. Esa autocomplacencia vulgar es una parte característica de la cultura
ex-concertacionista. Y pensar que son casi sus mismos integrantes los que están
en el poder actualmente, debería hacer caer precisamente esos niveles de
felicidad de manera estrepitosa en la gente
de verdad. O lo está haciendo.
La experiencia
de gran cantidad de su población en Chile, va en contra de casi todo lo
fundamental que se menciona en el texto reproducido por El Mercurio, salvo en el punto de la desigualdad socioeconómica, que señala al
pasar, como punto de contraste para alabar el mérito de nuestra supuesta
felicidad. La ineptitud intelectual del susodicho se refleja bastante bien en
estas palabras: “Desde hace mucho tiempo se ha planteado que aquí se anida una
"violencia estructural" que se interpondría ya no solo a la
felicidad, sino a la paz y la democracia. Pero no ha sido así”, un extracto
ejemplar de la miopía acerca de lo que estamos viviendo como sociedad desde
hace años, lo cual ha llevado directamente a más y más manifestaciones masivas,
que aún no llegan a expresarse en su máximo nivel de ruptura, después de tantos
años de rotunda “violencia estructural” silenciadora, que se transformaría
luego principalmente en “violencia estructural” económica y cultural
discriminatoria, con su correlato de “violencia estructural” internalizada, en
contra de empoderamientos democráticos, de la paz individual en un plano íntimo
– pero inevitablemente también convivencial- y, obviamente, de la felicidad de
buena parte del conjunto de habitantes del país. Eso sin contar los mecanismos de producción de carestía
intelectual programática sobre la población, que son más sutiles que una
“violencia estructural”, pero que la complementan y trascienden hacia el
objetivo de disminuir al máximo la resistencia de la población a las decisiones
de los poderes constituidos.
Otro ejemplo de
ineptitud rotunda al intentar explicar una condicionalidad y vinculación
elemental de hechos, y que incluso invierte el sentido de la situación,
colocando el motivo de la movilidad social plenamente del lado de la
responsabilidad individual: “ambas, la desigualdad y la movilidad, obedecen a
factores adquisitivos (el esfuerzo, el trabajo, los hábitos individuales) antes
que adscriptivos (el sistema o las instituciones)”. Sabemos que es un recurso
fácil y barato del poder o de algunos gobiernos, depositar la causa de los
problemas en la ciudadanía, pero lo que ocurre aquí es que se omite mencionar
(quizás hasta pensar) algo demasiado obvio, esto es: que si el sistema (público
y/o privado) mantiene cobros excesivos por educación (base de movilidad
social), para el nivel de sueldos mínimos en un país, el problema comienza por
el sistema y las instituciones que regulan e instalan un valor inadecuado de la
oferta disponible y que, así extreman la brecha entre ese valor y las
posibilidades de costearlo, en una familia que se sostiene con uno e incluso
dos sueldos mínimos para todo. Eso se podría decir que es sentido común
aplicado. Este tipo de tergiversación invierte el sentido de una relación
económica marcada por el mantenimiento de los privilegios de clase, y esta vez
omite flagrantemente la articulación de dos condiciones
impuestas entre las cuales muchas personas están siendo aprisionadas
económicamente: la brecha entre ingreso mínimo y oferta; los “factores
adquisitivos” son totalmente dependientes de los que Tironi llama
“adscriptivos”, y el acentuar la influencia de los primeros “antes que” la de
los segundos, es manipular la percepción ciudadana para que en el reparto de
las responsabilidades, el peso se incline del lado de los asalariados que,
digamos, “aún no han dado lo suficiente de sí”o “no se han esforzado lo
suficiente”, si no logran lo que necesitan para vivir.
En los dos
fragmentos citados se evidencia el blanqueo (o cuando menos la atenuación) de
las responsabilidades políticas del Estado en las desigualdades socioeconómicas
y el malestar social. La táctica es un simple y burdo enmascaramiento de las
injusticias estructurales que reconocemos y vivimos cotidianamente.
Un factor
importante para la felicidad es la confianza, y como menciona el economista
Richard Layard de la London School of Economics, se han hecho encuestas a
nivel de países que muestran resultados muy dispares, como en el caso de la
pregunta “¿crees que se puede confiar en la mayoría de la gente?”, y según
Layard el 60% dijo que sí en Noruega, y el 6% dijo que sí en Brasil. Y esto sin
mencionar una forma de confianza, que podemos considerar (al igual que Layard)
como muy importante para la felicidad a nivel colectivo, que es la confianza política. Aún
teniendo bastantes resultados estadísticos que contradigan la visión optimista
de Tironi, el caso es que estos estudios la mayoría de las veces extraen
panorámicas transversales demasiado generales para apoyar conclusiones
relevantes. Los parámetros de base pueden ser muy sesgados, y el sentido mismo
del objeto a investigar puede variar bastante entre las aproximaciones de
investigación, especialmente si hablamos de una experiencia tan compleja y subjetiva
como es la felicidad, para la cual se puede plantear una buena variedad de
componentes y tipos de muestros posibles.
Yendo más allá
de este tipo de diagnósticos facilistas, y de cómo funcionan aún en Chile
cierto tipo de redes de opinión y de respaldos académicos a quienes caen en
dichos diagnósticos, se da la situación de que, hasta hace poco tiempo y
durante años no ha habido una cultura intelectual en Chile, que se enfoque en
profundidad a interpretar articulaciones políticas y económicas, a través de
una práctica constante de retroalimentación entre observadores diversos. Una
actividad crítica que fue en sentido opuesto a esa ausencia fue, por ejemplo,
la de aquellos que colaboraron en escritos junto a Nelly Richard, sin mencionar
por otro lado a voces algo aisladas de distintos ámbitos de investigación.
A nivel de unos
pocos comentaristas visibles de las décadas del ’80 y ’90, se propagó el estilo
de los “papers” que se basaban precisamente en estadísticas económicas, y que
se convertían en recopilaciones de datos con conclusiones reseñadas. El
economicismo imperante ha querido incorporar a sus parámetros desde hace algunos
años, este constructo o variable que llaman “felicidad”, y que es esa
satisfacción individual, superficial y voluble, regulada por el sistema de
producción y consumo neoliberal, sostenida a fuerza de adquisiciones reiteradas
de cebos desechables, y que conlleva una continua renuncia a uno mismo. El
sentido de la autoexigencia subjetiva se produce por la influencia de dos
factores: 1) conseguir un aumento supuesto en la calidad de los consumos, y 2)
conseguir un aumento en la calidad de la eficacia laboral o la productividad;
lo que lleva a ese sentido de tope de la felicidad, al confundir esta con una
suma de ciertas satisfacciones personales extendida en el tiempo.
Por sobre esta
dinámica social, el nivel global de felicidad se ve afectado por la falta de
control sobre la propia vida de los individuos, que es una característica
consustancial al poder del imperio global actual.
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