Sueños de opio en Indochina
Jules Boissière, además de
escritor, fue militar, funcionario del Imperio francés en Tonkin, protectorado
francés, ubicado en la parte norte de Vietnam. Nació en Clermont-l'Hérault,
comuna francesa, en 1863. A
los veinte años comienza a publicar poemas. Sus principales gustos literarios
durante su breve vida (murió a los 34 años), fueron Mallarmé, Baudelaire,
Victor Hugo, Poe, entre otros. Sus más conocidos escritos publicados fueron el
breve texto autobiográfico Propos d'un intoxiqué, publicado en Hanoi en 1890, editado en
español como Diario de un intoxicado, y
el conjunto de relatos Fumeurs d'opium (Fumadores de opio),
publicado en Francia en 1895. En 1886 llega a Indochina, y muchas de sus experiencias narradas estan
basadas en experiencias ocurridas en los últimos años de esa misma década. Las
observaciones son bastantes precisas y dan una amplia perspectiva de creencias,
mitos, actitudes nativas, menciones de plantas, animales, accidentes
geográficos del entorno, con una conciencia bastante enfocada en los registros
de un buen escritor viajero que se adentra en lugares exóticos. Todo esto a
pesar de las magníficas contemplaciones intimistas durante los profundos
arrobamientos del opio, “la santa droga” (“la sainte drogue”) en palabras del
mismo Boissière. Gran parte de los importantes aportes sobre las creencias
míticas y religiosas de aquellos vietnamitas, están consignadas en los relatos
de Fumadores de opio. Con respecto al
primer libro mencionado, en un comienzo plantea su postura de observador
citando al Baruch Spinoza del Tratado
político, en su intención de abstenerse de tomar con piedad u odio las
acciones de los hombres: “De cara a las pasiones, yo no he visto los vicios,
sino las propiedades.” (citado de Spinoza por el propio Boissière, las
traducciones son mías). No es un dato menor, ya que en este escrito se adentra
en los fumaderos de opio vietnamitas, como quien registra con una visión
panorámica conductas y elementos del entorno, inmerso en el medio, intentando
no agregar excesivos juicios críticos
con respecto a las primeras, y aunque en algunos casos no pueda evitar
opiniones claras de su parte, en muchos otros esta intención original le
permite mantener una precisión de registro. Escuchó a otros europeos hablar de “colegas
que vivían una existencia extraña, y como distante, adictos al opio, al fondo
de sus casas chinas, casas estrechas y alargadas, donde advertí una vez, en la
penumbra, por una puerta entreabierta, los cuartos sombríos, los corredores sin
ventanas y los patios adoquinados, a cielo abierto. ¿Opio?. Entré una vez por
ociosidad en un fumadero de Cholon, durante una visita a Cochinchina, tengo el
recuerdo de una vasta y triste sala donde, extendidos en catres a lo largo de
los muros, habían algunos chinos somnolientos, más bien durmiendo como los
brutos. Otros absorvían golosamente el bambú marrón-rojizo de una pipa. Todo
esto no me interesó, ni impresionó, ni sorprendió, debido a todas las
descripciones ya leídas, a todos los relatos ya oídos. El humo pesado, con sus
volutas alargándose, estirándose, cerrando sus curvas irregulares, luego
volaban como copos azules y grisáceos, me parecía más propicio para la migraña
que para el sueño; y levantando las espaldas, admiraba la loable constancia de
los imbéciles que venían cada día a martirizarse con el pretexto de conseguir
diversión y placer.” Al entrar a una casa vietnamita, relata parte del ritual
del opio: “Y mientras que el agua borbotea, y que una nube de humo se eleva
desde los labios de la muchacha nativa, dos gruesos labios de muchacha bonita,
su compañero nos indica una estante donde está la lámpara para el opio, y los
diversos utensilios necesarios para la preparación de las pipas –los objetos
sagrados indispensables para el cumplimiento del Rito. Un anamita está
recostado sobre su costado izquierdo. Con una mano sostiene el tubo de bambú
inmóvil desde su boca a la lámpara, y, tomando entre el pulgar y el índice de
su mano derecha una aguja de acero bruñido –una aguja de tejer, juraría que es
un novato –regula el tiraje de su pipa con la punta de la aguja, proporcionando
un paso para el aire a través de la toma de opio.”
Después relata las sensaciones de sus
propias experiencias con la droga: “Luego me vino el hábito de leer fumando; el
opio multiplicaba el interés de las cosas leídas, al igual que de las cosas
oídas y vistas”, hasta los momentos difíciles de la abstinencia: “Una noche, no
recuerdo porqué razón, no pude fumar; por primera vez conocí las angustias del
nghièn (acostumbrado al opio o a cualquier otro veneno lento, tabaco, té, café,
en que la privación es dolorosa). ¡Qué horrible noche! El vientre desbandado,
el estómago retorcido por calambres hasta entonces desconocidos, el cuerpo
sacudido de escalofríos, las sienes como en una prensa, los ojos lagrimeantes,
fue un sufrimiento de condenado.”. Así, explica luego como los fumadores más
experimentados evitaban los excesos: “los habitués no se embriagaban
nunca:
Algunos llegaban frecuentemente a un estado de dulce somnolencia que
hacía muy penosos el movimiento y la palabra; pero de allí a caer muerto de
ebrio!...En efecto, incluso para obtener este resultado, conviene forzar la
dosis de opio consumido cada día, mes a mes; así muchos fumadores asustados de
esta progresión creciente, perjudicial para la salud como para el bolsillo, se
contentan con el número de pipas necesario para suprimir el sufrimiento que
conlleva la privación”
Las reflexiones finales sobre la relación de ciertos artistas con lo exótico
y con los “paraísos artificiales”, son de una gran lucidez: “Ciertamente los
artistas, los Flauberts, los Goncourts, los Huysmans, los Leconte de Lisle, han
entregado el alma a sus más potentes obras con esta impaciencia de enfilar
hacia nuevos países y nuevas civilizaciones, con este amor por las extrañas y
lejanas maneras de vivir y de pensar, que, dando grandes alas a su espíritu
inquieto, los transporta lejos de sus contemporáneos y de sus conciudadanos. Su
deseo se alimenta de los disgustos de la existencia cotidiana. Pero el artista
que no sabe refugiarse en un sueño lo bastante intenso y lo bastante espléndido
como para consolarse y curarse, que, poco confiado en la magia del pensamiento,
toma el vagón o el barco para huir de los hombres y de los países detestados, y
que solicita el delicioso olvido al áfrica árabe, a Ceilán o a la civilización
indochina –está perdido para el arte por siempre.[…]El haschich o el opio
prometerán abrirle las puertas que no sobrepasan los profanos, y también
volverán a su espíritu más comprensivo, más apto para leer las profundidades de
los seres que han meditado sobre el Rig Veda o sobre las máximas de Mahn-teu.
Pero sin embargo, bajo el imperio de las “sensaciones pérfidas y dulces”, el
viejo “¿para qué molestarse?” vendrá a soplarles en la oreja los peores
sofismas que usted adora, pobre artista, por su seductora originalidad. Ya la
conciencia de la inutilidad de la obra, como la de todas las cosas, no lo
desespera más; un traicionero optimismo le invade por entero; usted olvida que
el trabajo inteligente trae su propia recompensa”.
Con respecto al conjunto de relatos abigarrados, llenos de exotismo y
leyendas orientales, que comprende el libro Fumadores de opio, se encuentran diversos personajes como un
mandarín que se rebela contra los “diablos de Occidente” (en este caso, los
franceses colonizadores), un ex soldado de la legión extranjera, que espera
robar el oro oculto en minas vigilada por fantasmas, un jefe de bufones y poeta
que forma parte de una caravana de comediantes, un soldado del ejército
tonkinés, muerto por la cólera que deja un cuaderno con sus impresiones en
las que habla del temor de las emboscadas de los nativos, y de sus consumos de
opio, en pipa o concentrado en bolas comestibles, un joven bandido vietnamita
que colabora con los franceses, a pesar de que mataron a su padre, y que vendió
a su propia hermana a un aduanero europeo, un soldado traidor al ejército
francés condenado a muerte, etc. Comienza ya en el primer relato “En el bosque”
describiendo su extraordinario estado de contemplación debido al opio: “Pero,
luego de que fumé opio en el bosque, dudé, y tuve temor de morir, por lo que
podía ocurrir después. ¡Comprendo tantas cosas que ni suponía de la misma
existencia, durante los benditos días de certidumbre ignorante y de alegría!
¡Advierto tantas voluntades y tantas inteligencias esparcidas en la materia
bruta y en el viento de la noche! […]¡El opio me ha vuelto clarividente!” Es
una tierra impregnada de presencia ultraterrenas o sobrenaturales. “Y los
milicianos Thôs nos explican que hemos irritado a los Genios guardianes del
oro; y los Genios encomendados para cuidarlo por el Emperador del Cielo, deben,
para evitar ser castigados, echarnos de la región o matarnos a todos.” El
narrador se deja inducir por los temores, en medio de fiebres y alivios
narcóticos: “Fumé más y más para olvidar la fiebre, y también para alejar a los
fantasmas. Pero si no hubieran sido más que vanas creaciones de mi cerebro
debilitado, él las habría expulsado, sin duda, como ha hecho desaparacer tantos
sueños efímeros, y tantos prejuicios, remordimientos, escrúpulos carentes de
sentido, que ciertos actos y tales ideas levantaban ayer en mí.” En su “Cuaderno
de un soldado”, el narrador toma nota de sus observaciones como combatiente: “En
la tarde, a las 6 horas, nos dispersamos, para llegar a la costa, cerca de los
juncos tripulados por los chinos. Yo ya los conocía, estos eternos errantes de
la frontera, pobres diablos en blusón azul, hacia la miserable estera mal
trensada.”
“Todos fatigados por esta existencia libre de peligros, abatidos por la
monotonía de las labores, nuestros camaradas pensando en volver y cantando
idiotas refranes, estúpidos como un verso de Déroulède, en los que se repetía
con ridículos estremecimientos de voz en la garganta: “Oh Francia! Oh mis
amores!”
“A lo lejos vagaban algunos chinos, pobres propietarios que intentaban volver
a entrar a sus casas, o al menos verlas desde lo alto de los cerros vecinos, lo
que queda de su cultura y de sus hogares.”
Casi no hay una perspectiva emotiva frente a las atrocidades
presenciadas, salvo en este caso: “He aquí una fotografía de una mujer china,
encontrada en el umbral de una granja desierta. ¿Qué ha sido de ella, la pobre
criatura que nos contempla en sus trajes de cantonesa, dejando reposar su mano
en los clavos afilados de una mesa que decora una pipa de agua –pipa china de
metal –y un vaso de porcelana donde florecen dos camelias?
Y cerrando los ojos, evoco las muertes, los incendios, todas las
miserias que ha sufrido este país, y los raptos, y las violaciones también, en
el horror de los estratos de peligro, y miro la frágil imagen, con algo de
emoción, como una flor que habría sobrevivido a un cataclismo y que recogeía
para guardarla en mi cartera.”
En cambio la violencia es descrita de manera directa y sin ambajes: “Un
anamita nos muestra el lugar donde dos soldados y cuatro milicianos o boys,
tomados con vida, fueron martirizados los días anteriores.” “Se nos traen
algunos paisanos chinos: servirán de culis. Se les confían a los soldados
tonkineses que, muy fieros, amenazan a sus cautivos, cada anamita empuña a su
chino por la estera trensada. Y, triunfantes, se ríen con sus bellos dientes
negros, injuriando a los eternos enemigos de su raza: cuadro costumbrista, que
por lo tanto es también un cuadro de la historia.”
“Ocho chinos intentan prender fuego a las casas anamitas, se los atrapa
durante el acto. Se les fusila en el lugar mismo donde los seis hombres han
sido martirizados.” (se refiere a los dos soldados y a los cuatro boys
anamitas.”
“En un sendero perdido, nos cruzamos un chino […] curvado bajo un astil
que soporta dos cestas de cacahuates. No se salva de nuestro alcance. Es tomado
-se le fusilará esta tarde.”
En el último relato sobre el soldado renegado del ejército francés que
es condenado a muerte, titulado “Un alma. Diario de un fusilado.”, retoma a
través del narrador protagonista (el condenado) el tema de las ensoñaciones o
las experiencias a las que le conduce el opio: “El opio posteriormente ya se
revelaba ineficaz; pero disipaba mis terrores y me mostraba todas las cosas
teñidas de colores alegres, como a través de vitrales rosas y azul-celestes. Pronto
llegué a fumar sesenta pipas cada día: toda la plata recibida desde Francia se
transmutaba –¡divina alquimia!- en vapor y paz moral.”
“Yo, acostado sobre el costado izquierdo, a plena luz, releía bellos
libros, y gozaba mejor que en Europa de Baudelaire y de Poe, mientras que los
nativos charlaban en voz baja, en esta pesada atmósfera donde se mezclaban el
vapor opiáceo, el humo del tabaco anamita, el olor –mirra, incienso y sándalo
–de las varillas que ardían por los padres muertos. Deliciosamente yo velaba
las noches enteras, y el alba me atrapaba, desgastado, los ojos rojos, los
párpados irritados, en el despacho sórdido donde soñaba con las “situaciones”
de los suboficiales y los “estados” de los sargentos mayores.” “[…] en lugar de
esperar la dicha de un galón o de una valiente aventura, yo la encontraba, esta
felicidad, incluida en mi pipa. Fumar, leer, meditar, pensar, despreciar sobre todo
–era feliz”.
Entre antigüedades en China
Primer viaje (Maiden Voyage)
es un relato autobiográfico ficcionalizado del joven escritor inglés Denton
Welch, que falleciera a la edad de 33 años, debido a las secuelas de un atropello
que sufrió a los 20. Es el primero de una tetralogía inconclusa, cuyos otros
tres títulos son In youth is Pleasure
(1944), Brave and Cruel (1949) y A Voice through a Cloud, publicada
póstumamente en 1950. Relata el viaje que realizó en 1931 a China. Fue publicado
en 1943, y según comenta W. H. Auden: “Esta combinación de objetividad
científica y terror subjetivo es lo que hace de Primer viaje un
comentario revelador sobre nuestra actual situación histórica.”.
Escribió William Burroughs
que Welch fue una importante influencia para él, aunque en su escritura a
simple vista no parece notarse, pero es probablemente ese mismo placer de una
lectura tan agradable para el lector y lograda con una simplicidad tan
luminosa, lo que lo movió profundamente hacia la escritura, y le hizo
considerarlo un “escritor maravilloso”.
La primera parte del libro narra
su breve huida del internado y algunas experiencias a su regreso al mismo.
Luego de encontrarse con su padre, éste le pregunta si quiere ir a China, que
un amigo suyo, ex consul, el señor Butler, iba para allá. Y emprende el viaje
por ciudades como Kaifeng, Nankín, Shanghái y Pekín.
Se podría decir que en su
escritura no hay vuelos poéticos ni descripciones exhaustivas, pero si una
percepción prístina, expresada con delicadeza. No hay entorpecimientos
dubitativos al asimilar los objetos del ambiente, no parece que haya barreras
racionalizantes ni surgen devaneos alambicados. Hay una pureza de la mirada.
Aunque Welch se muestre inseguro, no es una inseguridad de la escritura sino,
en forma ocasional, de la compostura frente a los demás. No se justifica ni se
entrampa. Las ansiedades o pesares parecen suavizarse, o bien distanciarse a
través de una saludable atención hacia los objetos exteriores: “Me levanté y
fui al lavabo. No podía estar más en la cama con esa terrible sensación
royéndome por dentro. […] Pero el agua caliente no me calmó. Sólo me
reblandeció la cara, por el sudor y el vapor, y me dejó el pelo blando y fácil
de peinar.”. Curiosa transición de lo terrible a la consistencia capilar. Al
parecer a Welch lo mantiene continuamente fuera de la gravedad anímica esa
constante, aunque ligera captación de los objetos, frecuentemente los inocuos.
Refinamiento y sencillez cruzan
toda la novela: “Separé un poema sobre una mujer y sus ropajes. La hoja delgada
y afiligranada crepitó y se enroscó al sentir el calor del fuego.”. De vez en
cuando y muy sucintamente pincela una atmósfera: “Caminamos en silencio,
sintiendo el crujir de la nieve bajo nuestros pies, mientras escuchábamos los
sonidos de la noche. Uno de los perros de la aldea empezó a aullar y ladrar”,
para enseguida, en el mismo trayecto hacia una aldea china, atender a una
anécdota precisa: “Al acercarnos, vimos que estaba pasando algo delante de las
casas. Una mujer, cuya silueta se recortaba en un portal iluminado, retorció
las manos y gritó, mientras dos hombres con faroles esperaban en la carretera.
Luego vi un pequeño ataúd negro que reposaba en el suelo entre los dos hombre.
Relucía.”
Se perciben en el ambiente algunos
gestos de hostilidad, o bien de burla de parte de los lugareños hacia los
europeos que llegaban a sus territorios, otrora dominados con violencia por los
ejércitos que enviaban las potencias del viejo continente, y que mermaron buena
parte de la población, saqueando a su vez, y destruyendo culturas. Se dio el
caso, como en Indochina colonizada por franceses, donde incluso se reclutaron
grupos armados compuestos por los mismos nativos -como menciona por ejemplo
Jules Boissière- poniendo gente de la misma sangre en lucha entre sí.
Precisamente durante la llamada segunda guerra del opio (1856 – 1860),
el Imperio Británico tuvo como aliado a Francia, y en las dos guerras el
Imperio Chino fue derrotado, lo cual permitía a Inglaterra mantener el comercio
del opio extraído de la India
y vendido en China. Esas heridas no
cierran fácilmente. “Cuando levantó la vista y me vio, empezó a soplar con
tanta saña que la corneta emitió sonidos obscenos y desgarradores. Sus
rechonchas mejillas se pusieron rojas y le prestaron una apariencia casi
inglesa que apenas duró unos instantes. Entonces, después de aclararse la garganta
de arriba abajo, me lanzó un escupitajo con toda su alma y se marchó andando
por la amplia extensión de barro pisado, no sin dedicarme antes una última y
maligna mirada.”
Una forma de burlar a los
europeos era la venta de falsificaciones. Incluso el señor Butler, su guía y
protector durante el viaje, que era aparentemente un entendido en la compra de
ciertos objetos de valor o antigüedades
chinas, resulta víctima de la venta de un objeto trucado. Y justamente un tema
recurrente en la novela es la adquisición de antigüedades, de lo cual es
aficionado el protagonista, mostrando un gran aprecio por sus adquisiciones o
por las miniaturas preciosas en general, sean chinas o no: “Empecé a hacer las
maletas. Quería llevarme tantas cosas conmigo: la plata vieja, la porcelana y
el cristal. En silencio, empecé a guardar cada objeto en una lata distinta,
imitando a los marchantes de Kaifeng. Ver las redondas latas de galletas en el
fondo de mi baúl me dio placer. Era la única persona que se preocupaba por las cosas
que encerraban.”. Un apego que revela sin tapujos: “Mi tía cogió la caja de
figuritas de madera que me había regalado. Había una tetera, una cafetera una
taza y un platillo, todos diminutos y perfectos. Me encantaban. Sostuvo la caja
un momento a la altura del hombro y luego la arrojó al mar con todas sus
fuerzas.
Vi las figuritas surcando
ligeramente las olas. Reclamé a gritos que alguien las salvara y cuando vi que
nadie movía un dedo por ellas me eché a llorar de manera inconsolable. Pensé
que mi tía era la mujer más malvada del mundo.”
Por este mismo interés se incluyen
encuentros con anticuarios: “-Los chinos lo llaman Chun yao –dijo-. El precio es tan alto que utilizan los trozos
rotos para engastarlos en joyas y adornos. –Golpeó un cuenco muy fino y pálido
con los dedos para hacerlo resonar, y me explicó-: Esta otra clase de porcelana
Sung se llama Ying-ching o «azul
sombra».”
Mantiene la mirada atenta
alrededor y la descripción simple, como en el momento de una salida nocturna y
de un cabaret del Shanghái colonial donde tocaban a Ellington. Allí tuvo de partner ocasional a un marine
norteamericano: “Se inclinó y pidió a dos chicas de la fila de chinas recatadas
que bailaran con nosotros. Se levantaron obedientes. Parecían delgadas como cirios,
enfundadas en unas largas batas que sólo dejaban ver sus blancos brazos y
caras. La tela era gruesa y el trabajo de confección muy bueno. […]No llevaban
colorete, sólo un carmín muy oscuro en los labios y una crema de base sobre el
resto de la cara. Se barnizaban el pelo con lociones hasta que parecía una
melaza negra que les ceñía la cabeza.”
Hay más de un encuentro con
túmulos funerarios, Welch siente que la muerte está muy presente allí.
Luego de cierta reticencia, logra
convencer a su padre de llevarse algunos objetos preciosos y libros viejos:
“Reuní las cosas y me las llevé a mi habitación. A pesar de mis temores, sentía
unos estremecimientos de felicidad por dentro. Empecé a guardarlas de nuevo en
las latas de galletas.”
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